miércoles, 11 de septiembre de 2013

La isla del tesoro


CAPÍTULO I
EL VIEJO LOBO DE MAR EN LA POSADA DEL "ALMIRANTE BENBOW"
El hacendado Trelawney, el doctor Livesey y los demás caballeros me pidieron que escribiera todos los pormenores que yo conociera de la Isla del Tesoro y que lo hiciera de cabo a rabo, sin omitir otra cosa que la localización de la isla, y eso porque en ella todavía hay una parte del tesoro sin desenterrar. Así pues, cojo la pluma en este año de gracia de 1700 y pico y me remonto con la memoria al tiempo en que mi padre regentaba la posada del "Almirante Benbow", cuando el viejo marino de piel atezada, con la cicatriz de un sable en el rostro, tomó por primera vez asiento en nuestra casa, bajo nuestro propio techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Lo veo todavía dirigirse lentamente hacia la entrada de la casa, siguiéndole detrás una carretilla con su baúl de marinero. Era alto, fuerte, macizo, de color de nuez. Por sobre las hombreras de un capote azul y raído le caía una renegrida trenza de pelo. Tenía las manos llenas de cicatrices y como ajadas; las uñas, sucias y recomidas. La cicatriz que le cruzaba una mejilla era de una palidez lívida y grasienta. Otra vez lo vuelvo a ver escudriñando con la vista la ensenada vecina, sin dejar de rechiflar y entonando luego de golpe aquella vieja tonada de marineros que tanto escucharíamos de sus labios:

Quince hombres sobre el cofre del muerto.
¡Yo—ho—ho! ¡Y una botella de ron!
La cantaba con una voz recia y a la vez temblorosa que parecía haberse fraguado y desgastado reempujando las barras del cabrestante. Después llamó a la puerta golpeándola con la punta de un bastón en forma de espeque, y al salir mi padre a abrirle le pidió con rudeza un vaso de ron.
Cuando se lo trajeron, lo sorbió con lentitud, igual que un experto, saboreándolo mientras seguía examinando los cantiles próximos y la enseña que colgaba en la puerta de la posada.
—Buena ensenada es ésta —dijo al fin—, y agradable el lugar de la posada. ¿Mucha clientela, compañero?
Mi padre le respondió que no, que tenía muy poca clientela, lo cual lamentaba.
—Bien, entonces —le replicó aquél— éste es el lugar que a mí me conviene. ¡Eh, compañero! —gritó al hombre que le empujaba la carretilla con el baúl—. Apoyadla aquí y ayudadme a subir el baúl. Me quedaré aquí por una temporada —prosiguió diciendo—. Soy hombre de pocas necesidades. Con un poco de ron y unos huevos con tocino, tengo bastante. Ese montecillo que se ve ahí me servirá para vigilar los barcos que zarpen. ¿Cómo tenéis que llamarme? Decidme capitán. ¡Oh, ya adivino lo que os trae preocupado!
Diciendo esto, lanzó sobre el mostrador tres o cuatro monedas de oro.
—Avisadme cuando ya las haya gastado —dijo entonces, con mirada tan altiva como la de un almirante.
Y realmente, por mal que vistiera y por grosero que fuera su modo de expresarse, no tenía el aspecto de un hombre que ha navegado como simple marinero. Parecía más bien un piloto o un capitán habituado a ser obedecido y a imponer su voluntad. El hombre que le llevaba el baúl nos contó que el día antes se había apeado de la diligencia en el "Royal George", que se había informado de las posadas de la costa y, habiendo oído hablar bien de la nuestra —supongo yo— y de su situación aislada, la escogió entre las otras como el lugar ideal para quedarse. Esto es todo lo que pudimos averiguar de nuestro huésped.
Era por costumbre hombre callado. Todo el día lo pasaba andando por la ensenada y por los cantiles con un catalejo de bronce bajo el brazo. Por las tardes se sentaba en un ángulo de la sala, cerca de la lumbre, y se dedicaba a beber fuertes cantidades de ron con agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba y se limitaba a mirar con hostilidad a su interlocutor, soplando por la nariz como un cuerno marino en tiempo nubloso.
Pronto nos acostumbramos nosotros y nuestros parroquianos a dejarlo en paz. Cada día, al regreso de su paseo habitual, nos preguntaba si habíamos visto por las cercanías a algún marinero. Al principio creíamos que lo hacía porque deseaba la compañía de gente de su profesión. Hasta más tarde no advertimos que nos lo preguntaba por la razón contraria, es decir, para esquivarlos. Cuando algún marinero paraba en el "Almirante Benbow" (como hacían los que se dirigían a Bristol por tierra), lo examinaba por la puerta encortinada antes de entrar en el mesón. Podíamos tener entonces la certeza de que no chistaría palabra mientras el otro estuviera allí. Al menos para mí, poco misterio había en esa actitud suya, ya que, en cierto modo, compartía sus propios temores. Un día me llamó aparte para prometerme que me daría una moneda de plata de cuatro peniques el primero de cada mes sólo con que mantuviera el ojo bien abierto y le advirtiera de la llegada de "un marinero con una sola pierna".
Muchas veces, cuando llegaba el primero de mes y yo le reclamaba la cantidad prometida, se contentaba con soplar a través de la nariz, mirándome furioso. Pero antes de que hubiera finalizado la semana podía estar yo bien seguro de que se lo pensaría mejor, me daría la pieza prometida e insistiría en que le advirtiera de la llegada de un marinero con una sola pierna.
No necesito deciros hasta qué punto tal personaje frecuentó mis pesadillas. Las noches de tormenta, cuando el viento sacudía toda la casa y se escuchaba el rugido de la resaca a lo largo de la ensenada y encima de los cantiles, su figura se me aparecía de mil formas e igual número de expresiones diabólicas. Unas veces llevaba la pierna cortada a la altura de la rodilla, otras, a la de la cadera. En ocasiones era una criatura monstruosa de una sola pierna, y ésta en mitad del tronco. Lo peor de estas pesadillas era cuando lo veía dando saltos y corriendo, persiguiéndome por encima de los matorrales y las acequias. En suma, con estas abominables fantasías pagaba yo un alto precio por los cuatro peniques de plata que cada mes recibía de manos del capitán.
No obstante, por más que a mí me aterrorizara la figura del marinero con una sola pierna, no estaba yo tan intimidado por el capitán como lo estaban los demás que habían tenido ocasión de conocerle. Había noches en que se bebía una mayor dosis de ron con agua que la que su cabeza podía permitirle, y en tales circunstancias acostumbraba a veces a sentarse y entonar sus viejas canciones marineras —tan lúgubres y siniestras— sin prestar atención al auditorio. En otras ocasiones convidaba a toda nuestra parroquia y obligaba a aquella gente temblorosa a escuchar sus relatos y a corearle las tonadas.
Muchas veces retemblaron los muros de nuestra posada con el estribillo del ¡Yo—ho—ho! ¡Y una botella de ron!", que todos los presentes entonaban esforzándose por hacerlo con voz más recia que el vecino por temor a una supuesta amenaza de muerte. En estos casos nunca vi yo persona mas tiránica. Con una mano daba golpes sobre la mesa para que todo el mundo callara o se irritaba de súbito por una pregunta que se le hacía o se le dejaba de hacer. De esta forma dirigía la atención que los auditores ponían en sus historias de marinero. No hubiera permitido que nadie abandonara la posada de no hacerlo antes él mismo, ya del todo borracho. Entonces se retiraba a su cuarto haciendo un gran esfuerzo para controlarse.
No había cosa que atemorizara tanto a la gente como las historias que les refería. Eran relatos horripilantes, cuentos de ahorcados, con profusión de tormentos singulares y terribles borrascas. De vez en cuando aludían a la isla de la Tortuga, o mencionaban hazañas de un inusitado salvajismo con escenario en extraños puertos de la América española. De hacerle caso, debía suponerse que había convivido con los peores bandidos que Dios haya puesto sobre las aguas de los océanos.
El lenguaje que utilizaba para referir tales historias sorprendía tanto a nuestros sencillos labradores como los crímenes que generalmente describía. Mi padre andaba siempre prediciendo la ruina de su casa, pues —como él decía— la gente, un día u otro, se cansaría de sufrir tantas humillaciones, optando por irse directamente a la cama. Sin embargo, yo creo que por el momento su presencia más bien venia a favorecernos. Al comienzo, todo el mundo se sentía presa del terror, pero después, con el hábito adquirido, todos fueron acomodándose con cierta sensación de placer. En el transcurso de una existencia generalmente monótona, les servía de entretenimiento. Llegó a formarse incluso un grupo de gente joven que lo admiraba, proclamándole "un auténtico lobo de mar". Aun cuando fuera, en realidad, un "viejo fanfarrón", fue gente de aquel temple la que hizo de Inglaterra una potencia naval de primer orden.
De todos modos, por su manera de actuar, no cabe duda de que contribuyó con cierta eficacia a dejarnos en la ruina. Mucho tiempo había transcurrido desde que se instaló en nuestra posada, y apenas quedaba ya algún rastro de sus monedas de oro. A pesar de ello, no tuvo mi padre el suficiente valor para reclamarle el dinero que le adeudaba. Apenas lo mencionaba, el capitán soplaba a través de la nariz con tanta intensidad, que llegaba a enrojecer, dirigiendo a mi padre una mirada que lo obligaba a dejar prontamente el campo de batalla. Le vi restregarse las manos tras haber soportado semejantes impertinencias, y estoy seguro de que el temor y la angustia que entonces experimentó contribuyeron de forma principal a adelantar su desgraciado final, ciertamente prematuro si valoramos en su justa medida el estado fisico en que se hallaba.
Mientras hubo de convivir con nosotros, nunca alteró el capitán su indumentaria, excepto las medias que compró a un buhonero de paso. Una de las puntas de su sombrero quiso doblarse, y tal como le quedó la dejó, a pesar de que le estorbaba mucho cuando arreciaba la ventolera. Todavía me acuerdo de su vestimenta, que solía remendar en su habitación, dejándola al fin convertida en una suerte de mosaico de retazos multicolores. Ni escribía ni recibía ninguna correspondencia. Únicamente con nuestros parroquianos intercambiaba algunas palabras, y esto cuando estaba borracho perdido. En cuanto a su baúl de marinero, nadie pudo descubrir nunca su contenido.
Sólo en una ocasión se le encaró un individuo. Ello sucedió cuando ya mi pobre padre estaba gravemente enfermo. Al atardecer, el doctor Livesey acudió a visitar a su paciente. Tomó una cena ligera que mi madre le había servido y se dispuso a encender su pipa en la sala de entrada en espera de que le trajeran de la aldea vecina su propia montura, pues en nuestra casa no teníamos establo. Yo decidí acompañarle y aún recuerdo haber notado el contraste que la figura del doctor —persona acicalada, distinguida, con sus polvos blancos, sus ojos negros y vivos, y sus modales tan cuidados— producía sí se la comparaba con nuestra clientela de rudos campesinos, y sobre todo con aquel dechado de pirata —espantajo legañoso— que, influido por la bebida, se apoyaba con los codos en la mesa. Éste —me refiero, claro está, al capitán— se puso entonces a entonar con brusquedad su eterna cancion:
Quince hombres sobre el cofre del muerto.
Yo—ho—ho! ¡Y una botella, de ron!
La bebida y el diablo se llevaron al resto.
¡Yo—ho—ho!,¡Y una botella de ron!
En un principio yo pensé que el "cofre del muerto" sería aquel enorme baúl que reposaba arriba, en el cuarto delantero. Aquella imagen la confundía yo, en mis pesadillas, con la del marinero de una sola pierna. Fuera de esto, hacía ya tiempo que nos habíamos habituado a la tonada.
La noche a que me refiero, sólo para el doctor Livesey constituyó una verdadera novedad el escucharla, y, por lo que pude advertir, no le produjo muy grata impresión. Antes de decidirse a proseguir la conversación que mantenía con el viejo Taylor, de oficio jardinero, a quien se hallaba aconsejando sobre un nuevo tratamiento para curar el reumatismo, lanzó una mirada colérica hacia el capitán. Sin embargo, éste fue animándose cada vez más al son de su propia tonada y finalmente golpeó su mesa de tal forma, que todos interpretamos el gesto como una orden para que nos calláramos. En efecto, todos enmudecimos, salvo el doctor Livesey, que siguió conversando como si nada hubiera oído. Hablaba con acento afectuoso y claro, y entre una y otra palabra hacía exhalar de la pipa una bocanada de humo. El capitán le lanzó una mirada fulminante, volvió a golpear la mesa y pronunció a renglón seguido un espantoso juramento:
—¡Silencio en el entrepuente! —gritó.
—¿Os dirigís a mí, caballero? —respondió el doctor.
Y como aquel bergante, con otro juramento, le dijera que así era, el doctor le replicó en estos términos:
—Sólo tengo que advertiros de una cosa, y es que si continuáis bebiendo de ese ron, pronto el mundo se habrá librado de un rufián de vuestra estirpe.
El viejo marinero montó súbitamente en cólera. Levantándose del asiento, se sacó la navaja y, manteniéndola abierta, la sopesó en la palma de la mano, amenazando al doctor con dejarlo clavado en la pared.
El doctor no se movió ni una pizca. Siguió hablándole tal como venía haciéndolo: con gesto de desdén e idéntico tono de voz. Lo bastante alto, sin embargo, para que todos los clientes pudieran oírle. Con aplomo y seguridad extraordinarios, le replicó:
—Si no volvéis esa navaja al lugar de donde la sacasteis, os prometo formalmente que seréis ahorcado en el curso de la próxima audiencia.
Ambos contendientes intercambiaron miradas rencorosas, pero el capitan no tardó en someterse, volvió a guardarse la navaja en el bolsillo y tomó de nuevo asiento rezongando igual que un perro al que hubieran apaleado.
—Y ahora, señor mío —continuó hablando el doctor—, ya que conozco la presencia de un individuo de vuestra calaña dentro de mi distrito, podéis estar bien seguro de que se os vigilará noche y día. Además de médico, soy también juez. A la mínima reclamación que haya contra vos, aunque se trate de una disputa tan insignificante como la de esta noche, adoptaré las medidas necesarias para obligaros a abandonar el lugar. A partir de ahora, tened presentes estas palabras.
Poco después llegó a la puerta de nuestra posada la montura del doctor Livesey y éste abandonó nuestra casa. Aquella noche y las que le sucedieron, el capitán guardó toda su compostura.

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