La isla del tesoro
CAPÍTULO I
EL VIEJO LOBO DE MAR EN LA POSADA DEL "ALMIRANTE BENBOW"
El hacendado Trelawney, el doctor Livesey y los demás caballeros me
pidieron que escribiera todos los pormenores que yo conociera de la Isla
del Tesoro y que lo hiciera de cabo a rabo, sin omitir otra cosa que la
localización de la isla, y eso porque en ella todavía hay una parte del
tesoro sin desenterrar. Así pues, cojo la pluma en este año de gracia
de 1700 y pico y me remonto con la memoria al tiempo en que mi padre
regentaba la posada del "Almirante Benbow", cuando el viejo marino de
piel atezada, con la cicatriz de un sable en el rostro, tomó por primera
vez asiento en nuestra casa, bajo nuestro propio techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Lo veo todavía dirigirse lentamente
hacia la entrada de la casa, siguiéndole detrás una carretilla con su
baúl de marinero. Era alto, fuerte, macizo, de color de nuez. Por sobre
las hombreras de un capote azul y raído le caía una renegrida trenza de
pelo. Tenía las manos llenas de cicatrices y como ajadas; las uñas,
sucias y recomidas. La cicatriz que le cruzaba una mejilla era de una
palidez lívida y grasienta. Otra vez lo vuelvo a ver escudriñando con la
vista la ensenada vecina, sin dejar de rechiflar y entonando luego de
golpe aquella vieja tonada de marineros que tanto escucharíamos de sus
labios:
Quince hombres sobre el cofre del muerto.
¡Yo—ho—ho! ¡Y una botella de ron!
La cantaba con una voz recia y a la vez temblorosa que parecía
haberse fraguado y desgastado reempujando las barras del cabrestante.
Después llamó a la puerta golpeándola con la punta de un bastón en forma
de espeque, y al salir mi padre a abrirle le pidió con rudeza un vaso
de ron.
Cuando se lo trajeron, lo sorbió con lentitud, igual que un experto,
saboreándolo mientras seguía examinando los cantiles próximos y la
enseña que colgaba en la puerta de la posada.
—Buena ensenada es ésta —dijo al fin—, y agradable el lugar de la posada. ¿Mucha clientela, compañero?
Mi padre le respondió que no, que tenía muy poca clientela, lo cual lamentaba.
—Bien, entonces —le replicó aquél— éste es el lugar que a mí me
conviene. ¡Eh, compañero! —gritó al hombre que le empujaba la carretilla
con el baúl—. Apoyadla aquí y ayudadme a subir el baúl. Me quedaré aquí
por una temporada —prosiguió diciendo—. Soy hombre de pocas
necesidades. Con un poco de ron y unos huevos con tocino, tengo
bastante. Ese montecillo que se ve ahí me servirá para vigilar los
barcos que zarpen. ¿Cómo tenéis que llamarme? Decidme capitán. ¡Oh, ya
adivino lo que os trae preocupado!
Diciendo esto, lanzó sobre el mostrador tres o cuatro monedas de oro.
—Avisadme cuando ya las haya gastado —dijo entonces, con mirada tan altiva como la de un almirante.
Y realmente, por mal que vistiera y por grosero que fuera su modo de
expresarse, no tenía el aspecto de un hombre que ha navegado como simple
marinero. Parecía más bien un piloto o un capitán habituado a ser
obedecido y a imponer su voluntad. El hombre que le llevaba el baúl nos
contó que el día antes se había apeado de la diligencia en el "Royal
George", que se había informado de las posadas de la costa y, habiendo
oído hablar bien de la nuestra —supongo yo— y de su situación aislada,
la escogió entre las otras como el lugar ideal para quedarse. Esto es
todo lo que pudimos averiguar de nuestro huésped.
Era por costumbre hombre callado. Todo el día lo pasaba andando por
la ensenada y por los cantiles con un catalejo de bronce bajo el brazo.
Por las tardes se sentaba en un ángulo de la sala, cerca de la lumbre, y
se dedicaba a beber fuertes cantidades de ron con agua. Casi nunca
respondía cuando se le hablaba y se limitaba a mirar con hostilidad a su
interlocutor, soplando por la nariz como un cuerno marino en tiempo
nubloso.
Pronto nos acostumbramos nosotros y nuestros parroquianos a dejarlo
en paz. Cada día, al regreso de su paseo habitual, nos preguntaba si
habíamos visto por las cercanías a algún marinero. Al principio creíamos
que lo hacía porque deseaba la compañía de gente de su profesión. Hasta
más tarde no advertimos que nos lo preguntaba por la razón contraria,
es decir, para esquivarlos. Cuando algún marinero paraba en el
"Almirante Benbow" (como hacían los que se dirigían a Bristol por
tierra), lo examinaba por la puerta encortinada antes de entrar en el
mesón. Podíamos tener entonces la certeza de que no chistaría palabra
mientras el otro estuviera allí. Al menos para mí, poco misterio había
en esa actitud suya, ya que, en cierto modo, compartía sus propios
temores. Un día me llamó aparte para prometerme que me daría una moneda
de plata de cuatro peniques el primero de cada mes sólo con que
mantuviera el ojo bien abierto y le advirtiera de la llegada de "un
marinero con una sola pierna".
Muchas veces, cuando llegaba el primero de mes y yo le reclamaba la
cantidad prometida, se contentaba con soplar a través de la nariz,
mirándome furioso. Pero antes de que hubiera finalizado la semana podía
estar yo bien seguro de que se lo pensaría mejor, me daría la pieza
prometida e insistiría en que le advirtiera de la llegada de un marinero
con una sola pierna.
No necesito deciros hasta qué punto tal personaje frecuentó mis
pesadillas. Las noches de tormenta, cuando el viento sacudía toda la
casa y se escuchaba el rugido de la resaca a lo largo de la ensenada y
encima de los cantiles, su figura se me aparecía de mil formas e igual
número de expresiones diabólicas. Unas veces llevaba la pierna cortada a
la altura de la rodilla, otras, a la de la cadera. En ocasiones era una
criatura monstruosa de una sola pierna, y ésta en mitad del tronco. Lo
peor de estas pesadillas era cuando lo veía dando saltos y corriendo,
persiguiéndome por encima de los matorrales y las acequias. En suma, con
estas abominables fantasías pagaba yo un alto precio por los cuatro
peniques de plata que cada mes recibía de manos del capitán.
No obstante, por más que a mí me aterrorizara la figura del marinero
con una sola pierna, no estaba yo tan intimidado por el capitán como lo
estaban los demás que habían tenido ocasión de conocerle. Había noches
en que se bebía una mayor dosis de ron con agua que la que su cabeza
podía permitirle, y en tales circunstancias acostumbraba a veces a
sentarse y entonar sus viejas canciones marineras —tan lúgubres y
siniestras— sin prestar atención al auditorio. En otras ocasiones
convidaba a toda nuestra parroquia y obligaba a aquella gente temblorosa
a escuchar sus relatos y a corearle las tonadas.
Muchas veces retemblaron los muros de nuestra posada con el
estribillo del ¡Yo—ho—ho! ¡Y una botella de ron!", que todos los
presentes entonaban esforzándose por hacerlo con voz más recia que el
vecino por temor a una supuesta amenaza de muerte. En estos casos nunca
vi yo persona mas tiránica. Con una mano daba golpes sobre la mesa para
que todo el mundo callara o se irritaba de súbito por una pregunta que
se le hacía o se le dejaba de hacer. De esta forma dirigía la atención
que los auditores ponían en sus historias de marinero. No hubiera
permitido que nadie abandonara la posada de no hacerlo antes él mismo,
ya del todo borracho. Entonces se retiraba a su cuarto haciendo un gran
esfuerzo para controlarse.
No había cosa que atemorizara tanto a la gente como las historias que
les refería. Eran relatos horripilantes, cuentos de ahorcados, con
profusión de tormentos singulares y terribles borrascas. De vez en
cuando aludían a la isla de la Tortuga, o mencionaban hazañas de un
inusitado salvajismo con escenario en extraños puertos de la América
española. De hacerle caso, debía suponerse que había convivido con los
peores bandidos que Dios haya puesto sobre las aguas de los océanos.
El lenguaje que utilizaba para referir tales historias sorprendía
tanto a nuestros sencillos labradores como los crímenes que generalmente
describía. Mi padre andaba siempre prediciendo la ruina de su casa,
pues —como él decía— la gente, un día u otro, se cansaría de sufrir
tantas humillaciones, optando por irse directamente a la cama. Sin
embargo, yo creo que por el momento su presencia más bien venia a
favorecernos. Al comienzo, todo el mundo se sentía presa del terror,
pero después, con el hábito adquirido, todos fueron acomodándose con
cierta sensación de placer. En el transcurso de una existencia
generalmente monótona, les servía de entretenimiento. Llegó a formarse
incluso un grupo de gente joven que lo admiraba, proclamándole "un
auténtico lobo de mar". Aun cuando fuera, en realidad, un "viejo
fanfarrón", fue gente de aquel temple la que hizo de Inglaterra una
potencia naval de primer orden.
De todos modos, por su manera de actuar, no cabe duda de que
contribuyó con cierta eficacia a dejarnos en la ruina. Mucho tiempo
había transcurrido desde que se instaló en nuestra posada, y apenas
quedaba ya algún rastro de sus monedas de oro. A pesar de ello, no tuvo
mi padre el suficiente valor para reclamarle el dinero que le adeudaba.
Apenas lo mencionaba, el capitán soplaba a través de la nariz con tanta
intensidad, que llegaba a enrojecer, dirigiendo a mi padre una mirada
que lo obligaba a dejar prontamente el campo de batalla. Le vi
restregarse las manos tras haber soportado semejantes impertinencias, y
estoy seguro de que el temor y la angustia que entonces experimentó
contribuyeron de forma principal a adelantar su desgraciado final,
ciertamente prematuro si valoramos en su justa medida el estado fisico
en que se hallaba.
Mientras hubo de convivir con nosotros, nunca alteró el capitán su
indumentaria, excepto las medias que compró a un buhonero de paso. Una
de las puntas de su sombrero quiso doblarse, y tal como le quedó la
dejó, a pesar de que le estorbaba mucho cuando arreciaba la ventolera.
Todavía me acuerdo de su vestimenta, que solía remendar en su
habitación, dejándola al fin convertida en una suerte de mosaico de
retazos multicolores. Ni escribía ni recibía ninguna correspondencia.
Únicamente con nuestros parroquianos intercambiaba algunas palabras, y
esto cuando estaba borracho perdido. En cuanto a su baúl de marinero,
nadie pudo descubrir nunca su contenido.
Sólo en una ocasión se le encaró un individuo. Ello sucedió cuando ya
mi pobre padre estaba gravemente enfermo. Al atardecer, el doctor
Livesey acudió a visitar a su paciente. Tomó una cena ligera que mi
madre le había servido y se dispuso a encender su pipa en la sala de
entrada en espera de que le trajeran de la aldea vecina su propia
montura, pues en nuestra casa no teníamos establo. Yo decidí acompañarle
y aún recuerdo haber notado el contraste que la figura del doctor
—persona acicalada, distinguida, con sus polvos blancos, sus ojos negros
y vivos, y sus modales tan cuidados— producía sí se la comparaba con
nuestra clientela de rudos campesinos, y sobre todo con aquel dechado de
pirata —espantajo legañoso— que, influido por la bebida, se apoyaba con
los codos en la mesa. Éste —me refiero, claro está, al capitán— se
puso entonces a entonar con brusquedad su eterna cancion:
Quince hombres sobre el cofre del muerto.
Yo—ho—ho! ¡Y una botella, de ron!
La bebida y el diablo se llevaron al resto.
¡Yo—ho—ho!,¡Y una botella de ron!
En un principio yo pensé que el "cofre del muerto" sería aquel enorme
baúl que reposaba arriba, en el cuarto delantero. Aquella imagen la
confundía yo, en mis pesadillas, con la del marinero de una sola pierna.
Fuera de esto, hacía ya tiempo que nos habíamos habituado a la tonada.
La noche a que me refiero, sólo para el doctor Livesey constituyó una
verdadera novedad el escucharla, y, por lo que pude advertir, no le
produjo muy grata impresión. Antes de decidirse a proseguir la
conversación que mantenía con el viejo Taylor, de oficio jardinero, a
quien se hallaba aconsejando sobre un nuevo tratamiento para curar el
reumatismo, lanzó una mirada colérica hacia el capitán. Sin embargo,
éste fue animándose cada vez más al son de su propia tonada y finalmente
golpeó su mesa de tal forma, que todos interpretamos el gesto como una
orden para que nos calláramos. En efecto, todos enmudecimos, salvo el
doctor Livesey, que siguió conversando como si nada hubiera oído.
Hablaba con acento afectuoso y claro, y entre una y otra palabra hacía
exhalar de la pipa una bocanada de humo. El capitán le lanzó una mirada
fulminante, volvió a golpear la mesa y pronunció a renglón seguido un
espantoso juramento:
—¡Silencio en el entrepuente! —gritó.
—¿Os dirigís a mí, caballero? —respondió el doctor.
Y como aquel bergante, con otro juramento, le dijera que así era, el doctor le replicó en estos términos:
—Sólo tengo que advertiros de una cosa, y es que si continuáis
bebiendo de ese ron, pronto el mundo se habrá librado de un rufián de
vuestra estirpe.
El viejo marinero montó súbitamente en cólera. Levantándose del
asiento, se sacó la navaja y, manteniéndola abierta, la sopesó en la
palma de la mano, amenazando al doctor con dejarlo clavado en la pared.
El doctor no se movió ni una pizca. Siguió hablándole tal como venía
haciéndolo: con gesto de desdén e idéntico tono de voz. Lo bastante
alto, sin embargo, para que todos los clientes pudieran oírle. Con
aplomo y seguridad extraordinarios, le replicó:
—Si no volvéis esa navaja al lugar de donde la sacasteis, os prometo
formalmente que seréis ahorcado en el curso de la próxima audiencia.
Ambos contendientes intercambiaron miradas rencorosas, pero el
capitan no tardó en someterse, volvió a guardarse la navaja en el
bolsillo y tomó de nuevo asiento rezongando igual que un perro al que
hubieran apaleado.
—Y ahora, señor mío —continuó hablando el doctor—, ya que conozco la
presencia de un individuo de vuestra calaña dentro de mi distrito,
podéis estar bien seguro de que se os vigilará noche y día. Además de
médico, soy también juez. A la mínima reclamación que haya contra vos,
aunque se trate de una disputa tan insignificante como la de esta noche,
adoptaré las medidas necesarias para obligaros a abandonar el lugar. A
partir de ahora, tened presentes estas palabras.
Poco después llegó a la puerta de nuestra posada la montura del
doctor Livesey y éste abandonó nuestra casa. Aquella noche y las que le
sucedieron, el capitán guardó toda su compostura.